visión parcial del enemigo íntimo: la gran guerra como antesala de la guerra civil
Javier Krauel
University of Colorado, Boulder
Con la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931, se inicia en España un proceso de exacerbación de las contradicciones históricas del país tanto en la esfera económica como en la política y la cultural.[1] Este proceso, que llevará a la radicalización de los antagonismos sociales hasta un punto de no retorno, culmina en la península el 18 de julio de 1936, fecha que marca la imposibilidad de contener las tensiones acumuladas y, a la vez, anuncia las atrocidades por venir. Sin duda, las hostilidades militares de la Guerra Civil empezaron en esa fecha, pero la base del conflicto, la división latente de la sociedad en dos bandos irreconciliables, empezó a desarrollarse mucho antes. ¿Desde cuándo? ¿Es posible identificar, con mediana exactitud algunos de los orígenes del conflicto? ¿Se puede afirmar que la sociedad española, en algún momento antes del 18 de julio de 1936, empezó a estar en guerra consigo misma?
Diez años después del final de la Guerra Civil, en el exilio de Buenos Aires, Francisco Ayala publica La cabeza del cordero, un conjunto de narraciones cuyo proemio nos ofrece una primera respuesta a estas preguntas: las divisiones ideológicas de la Guerra Civil tendrían sus orígenes en la Primera Guerra Mundial, “cuyos partidos diseñaron, en aquella España neutralizada, el tajo que más tarde escindiría a los españoles en dos bandos irreconciliables” (17).[2] Aquí Ayala está proponiendo una hipótesis bajo la forma de una paradoja: la España oficialmente neutral, el país que aparentemente se libró del horror de la guerra, en realidad estaba plantando las semillas de un conflicto más íntimo y, por ello mismo, más brutal. Dicho en otras palabras, durante la Gran Guerra, la sociedad española pudo evitar la carnicería mecanizada y la barbarie de las trincheras, pero no llegó a sustraerse a la crisis que se abría camino tras el conflicto y que Walter Benjamin caracterizó como un empobrecimiento extremo de la experiencia.[3] Al desarrollo de esta hipótesis, desde el punto de vista de una teoría de la enemistad entendida como empobrecimiento de la relación con el Otro, dedicaré este ensayo.
Pero antes de entrar de lleno en ella y hacer explícitos los pasos intermedios, sigamos con La cabeza del cordero y, en particular, con la narración titulada “El tajo”. Este relato es una nouvelle o cuento largo sobre las dudas y los remordimientos que siente Pedro Santolalla, un teniente del ejército nacional, después de haber disparado sin motivo aparente, casi por la espalda y a sangre fría, a Anastasio López Rubielos, un miliciano republicano con el que se topó por casualidad, paseando por una viña, en un sector tranquilo del frente de Aragón en el otoño de 1938. En su conjunto, este texto permite vislumbrar el despliegue del proceso ideológico de construcción del enemigo, desde su gestación hasta su punto de quiebre. Desde su mismo título, “El tajo” alude al corte, a la escisión, al abismo que se abrió en la sociedad española de la época y que determina el encuentro entre Santolalla y López Rubielos. Éstos ya no se encuentran en la viña como dos individuos, sino como dos enemigos. Por ello, en el relato no hay prácticamente solución de continuidad entre la identificación del enemigo [“Era ―¿cómo no lo había divisado antes?― un miliciano que se incorporaba” (55)] y los dos disparos que Santolalla descarga sobre López Rubielos, quien apenas “Acertó a decir: ‘¡No, no!’, con una mueca rara sobre la sorprendida placidez del semblante, y ya se doblaba, ambas manos en el vientre; ya se desplomaba de bruces…” (56).
Si en el relato no hay duda acerca de la fuerza performativa de la palabra “enemigo”, tampoco la hay en cuanto a los orígenes ideológicos de la misma. Amplificando la alusión del propio Ayala, en la introducción del volumen, acerca de la importancia que la Primera Guerra Mundial tuvo para el posterior desarrollo del conflicto fratricida de 1936, el narrador de “El tajo” nos dice que Pedro Santolalla, justo antes de disparar, estaba recordando las disputas familiares entre francófilos y germanófilos. En el drama familiar de 1914-1918, el abuelo de Santolalla es germanófilo y su padre es francófilo. El niño Pedro, por su parte, se siente germanófilo como el abuelo. Como mediación en el enconado dilema entre el abuelo germanófilo y el padre francófilo, se alzan las palabras conciliadoras de la madre, quien “le hacía consideraciones templadas y llenas de sentimiento sobre la actitud que corresponde a los niños en estas cuestiones” y no dejaba de advertirle sobre la falta de legitimidad de toda guerra: “¡Por nada del mundo, hijo, se justifica eso!” (63).
Cuando se encontró frente al miliciano, en la conciencia de Santolalla pesaron más, mucho más, las divisiones entre el padre y el abuelo que el pacifismo a ultranza, preconizado por la madre. Después de haber matado al miliciano, sin embargo, el juicio moral materno (“¡Por nada del mundo, hijo, se justifica eso!”) perseguirá al protagonista como un fantasma, haciendo que el tajo que separaba a Santolalla de López Rubielos, al señorito nacionalista del miliciano republicano, se interiorice. El conflicto se desplaza entonces a la torturada conciencia de Santolalla con tal intensidad que la ficción pública de la enemistad deja de ser operativa para él. En su desgarrado fuero interno, Santolalla ya no reconoce a López Rubielos como enemigo: “Lo cierto es ―se decía― que, con la sola víctima por testigo, he asesinado a un semejante, a un hombre ni mejor ni peor que yo; a un muchacho que, como yo, quería comerse un racimo de uvas; y por ese gran pecado le he impuesto la muerte” (72). Con esta escena de no-reconocimiento del enemigo, con esta discrepancia entre la ideología y la realidad ―una discrepancia sobre la que se sostiene toda la narración―, llegamos al quiebre del proceso de construcción del enemigo, un proceso que se inició para Santolalla en las discusiones familiares sobre la Primera Guerra Mundial.
Si extrapolamos esta lectura de “El tajo” y tratamos de retrotraer las divisiones de la Guerra Civil al período de la Gran Guerra, nos topamos con una serie de preguntas. ¿Qué aspectos concretos del desacuerdo entre francófilos y germanófilos cristalizaron después en la división entre republicanos y nacionalistas? ¿Qué clase de elementos discursivos empezaron, en esa época, a hacer el tajo que veinte años más tarde desgarraría a la sociedad española durante la Guerra Civil? ¿Qué historia, qué nombres son responsables de la emergencia de un “enemigo interno” al que luego se combatirá hasta el exterminio? Cualquier respuesta que se quiera dar a estas preguntas exige primero esclarecer las condiciones necesarias para poder afirmar, en un plano ideológico, que una sociedad empieza a estar en estado de guerra consigo misma. Al fin y al cabo, en todas las sociedades hay desacuerdos, divisiones y luchas. En tiempos de paz, los conflictos son neutralizados por instituciones jurídicas y rituales simbólicos, mientras que en tiempos de guerra los conflictos alcanzan tal intensidad que el lazo social sólo puede mantenerse mediante una confrontación armada.[4] Esta escalada en la intensidad de los desacuerdos, este incremento de la tensión social, es lo que empezó a tomar cuerpo entre los aliadófilos y los germanófilos españoles durante la Gran Guerra.
Son varios los testimonios que caracterizan metafóricamente la sociedad española de 1914-1918 como una sociedad en estado de guerra civil. José Ortega y Gasset, en octubre de 1915 y desde las páginas de España, observaba que la disensión entre francófilos y germanófilos sólo servía para agravar “la enfermedad mayor que padece España desde hace muchos años: la discordia, la terrible secesión de los corazones, el odio omnímodo, el rencor” (909). Miguel de Unamuno, en el mitin de las izquierdas que tuvo lugar en la Plaza de Toros de Madrid, el 27 de mayo de 1917, cuestionaba la neutralidad del gobierno español preguntándose: “¿Qué puede retener a los poderes públicos de incorporarse a la historia de Europa? ¿Miedo a la guerra civil, acaso? Es que la tenemos ya; tenemos la guerra civil en España” (91);[5] Pío Baroja abría un artículo sobre la división entre aliadófilos y germanófilos escribiendo que “desde que comenzó el conflicto europeo, el pueblo español, como la mayoría de los pueblos neutrales, está en plena guerra civil” (231). Y continuaba, deplorando el hecho de que la división entre los dos bandos llegara “no ya á las ideas, sino á las prácticas de la vida social” (231). Desde una perspectiva más contemporánea, el historiador George Meaker ha podido afirmar que la división entre aliadófilos y germanófilos “found expression in a polemic so bitter and sustained, so filled with rancor and self-righteousness, that it had the moral quality of a civil war. It was in fact a civil war of words” (2). Su colega José Romero Salvadó, por su parte, ha observado que esa apasionada polémica “represented a verbal clash between the two Spains which was a portent of the real civil war that still lay a generation in the future” (Spain 1914-1918 9).
No hay duda de que estas observaciones nos permiten apreciar el clima de beligerancia de la época, la tensión que se respiraba entre aliadófilos y germanófilos. Sin embargo, ninguna de ellas ha señalado lo fundamental: para que empiece a haber un estado de guerra más allá de toda metáfora tiene que haber, primero, un enemigo. En otras palabras, sólo cuando las divisiones y diferencias que escinden a una sociedad llegan a su forma extrema y se organizan bajo la forma amigo-enemigo, se cumple una de las condiciones de posibilidad de una guerra. En su clásico tratado sobre la guerra, Carl von Clausewitz confirma este requisito con la seguridad de quien no sólo ha participado en varias guerras sino que, además, ha meditado largamente sobre el tema:[6] “War is nothing but a duel on a larger scale. Countless duels go to make up war, but a picture of it as a whole can be formed by imagining a pair of wrestlers. Each tries through physical force to compel the other to do his will; his immediate aim is to throw his opponent in order to make him incapable of further resistance. War is thus an act of force to compel our enemy to do our will” (75; subrayado en el original). Sin enemigo, entonces, no hay guerra. Esta idea será recogida y transformada a principios de los años 30 por Carl Schmitt, un atento lector de Clausewitz, que añadirá una dimensión política a la tesis de este último. Para el Schmitt de The Concept of the Political, la guerra constituye la condición de posibilidad de toda política. Sin la presencia hipotética de la guerra, sin la amenaza de la aniquilación física en el horizonte, la distinción amigo-enemigo no llega a cobrar su sentido propiamente político: “The friend, enemy, and combat concepts receive their real meaning precisely because they refer to the real possibility of killing. War follows from enmity. War is the existential negation of the enemy. It is the most extreme consequence of enmity” (33). Esta visión de la política, que como veremos tiene una clara raíz teológica y presupone la posibilidad de un hipotético conflicto armado para resolver las diferencias entre amigos y enemigos, es según Schmitt la que corresponde a la Modernidad.[7] Sin duda, fue ésta la visión prevalente en España durante la Gran Guerra, cuando el perfil del enemigo político de 1936, tanto desde la perspectiva republicana como nacional, empezó a adquirir algunos de sus rasgos principales.
Para profundizar en la idea de que la guerra no puede entenderse sin una enemistad previa, cabe decir que el fundamento de esta enemistad se halla, para Clausewitz, en la naturaleza humana. Al desarrollar el concepto de enemistad, Clausewitz apunta que las intenciones hostiles necesarias en toda guerra son una mezcla de “primordial violence, hatred, and enmity, which are to be regarded as a blind natural force” (89). De esta manera, las semillas de la enemistad estarían clavadas en lo más hondo del corazón de los pueblos, como se puede inferir del mismo pasaje del tratado sobre la guerra: “The passions that are to be kindled in a war must already be inherent in the people” (89). Desde nuestra perspectiva actual, es imposible no tomar distancia respecto de esta fundamentación de la enemistad en la naturaleza humana. Hoy sabemos que la violencia y el odio no son una condición original del hombre, ni forman parte de su esencia. Hoy la antropología nos enseña que las pasiones del alma no son invariantes naturales sino construcciones discursivas: “the sentiments of ethnic violence”, precisa Arjun Appadurai, “make sense only within large-scale formations of ideology, imagination, and discipline” (149), esto es, dentro de una serie de mediaciones específicamente modernas. Como observa José Luis Villacañas, la organización de la sociedad según la forma amigo-enemigo es consecuencia de un desarrollo aberrante de la Modernidad caracterizado por “la sublimación de valores meramente subjetivos a esferas de salvación absolutas” (157). En otras palabras, la enemistad emerge cuando las diferentes esferas de acción (la religión, la moral, la economía, la política, etc.) son comprendidas gnósticamente y cuando la actividad desarrollada en una de estas esferas se hace en lucha por la salvación y por un sentido absoluto de verdad. Para Villacañas, Schmitt tiene razón cuando afirma que el tipo de Estado surgido durante la Modernidad apela a un concepto teológico de soberanía cuya función es neutralizar las luchas entre las esferas de acción, pero el filósofo español añade que estas luchas pueden reconducirse mediante una interpretación democrática de las esferas de acción y que, por tanto, es un hecho que no tiene por qué aceptarse como una norma (151-160).
El caso es que si no hay nada en la naturaleza que nos lleve a considerar al otro como enemigo, entonces resulta oportuno preguntarse por las estrategias discursivas que durante la Gran Guerra intensificaron las divisiones sociales en el interior de la esfera política hasta el punto de organizarlas según la diferencia amigo-enemigo. Al leer la Guerra Mundial en clave nacional, los intelectuales españoles dieron un sentido nuevo al conflicto bélico, proyectando, con mayor o menor intensidad, lo que Schmitt denominó la negación existencial del otro sobre el terreno de la política nacional. Ahora disponemos de las herramientas necesarias para afinar nuestra hipótesis y proponer que mientras los aliadófilos, entre los que destacaré a Manuel Azaña, articularon un concepto débil de enemigo acorde con un entendimiento liberal de la política, los germanófilos, encabezados por el escritor José María Salaverría, dibujaron un perfil nítido del enemigo que hacía necesarias las categorías de la teología política.[8] En la conclusión me ocuparé brevemente de lo que la reflexión crítica, encarnada en las figuras de José Ortega y Gasset y de Eugeni d’Ors, pudo y no pudo hacer en ese contexto intensamente combativo e ideologizado.
Al contemplar las divisiones entre aliadófilos y germanófilos desde la perspectiva teórica de la enemistad, el presente trabajo no pretende reconstruir en toda su especificidad histórica el período 1914-1918. Más bien, se propone elucidar el entendimiento de la política y la relación con el sentido que subyace a cada posición. Lo que está en juego, por consiguiente, no es tanto la exhaustividad y la precisión históricas como la confrontación de dos visiones de la política y la apreciación de sus respectivos grados de combatividad. Desde esta perspectiva, mi lectura toma como punto de partida la confrontación planteada por José Luis Villacañas entre un entendimiento republicano de la política abierto a la pluralidad del sentido humano y basado “en un hombre no dominado por la idea de salvación cristiana, trascendente, extramundana y gnóstica” (134) y la teología política como “la idea de que algo parecido al viejo lugar de Dios sólo puede ser ocupado por la máxima instancia de la política, el soberano” (117). Así los nombres “Azaña” y “Salaverría” nos interesan en la medida en que, al vivir apasionadamente la Gran Guerra y al aproximarse al entendimiento republicano (Azaña) o teológico (Salaverría) de la política, empiezan a dotar de sentido al enemigo político, una atribución de sentido que esboza dos de las muchas posiciones que dividirán sin remedio a la sociedad española a partir de 1936.
Azaña y el adversario dialéctico
Aquí se hace necesario insistir en que el argumento de este artículo se despliega en un plano ideológico fuertemente mediado por el nacionalismo. Tanto en el caso de los intelectuales aliadófilos como en el de los germanófilos, la Gran Guerra cobró un sentido claramente nacional. Lo que primariamente estaba en juego era la organización política de la comunidad nacional en un momento de tensión bélica, de fervor revolucionario y de crisis generalizada: el orden oligárquico de la Restauración se desintegraba; los fabulosos beneficios obtenidos por las industrias dedicadas a la economía de guerra daban paso al aumento de la inflación, a la llamada crisis de subsistencias y a la exacerbación de las desigualdades económicas; y una serie de actores sociales (el ejército, la burguesía catalana y las organizaciones obreras) reclamaban por diversos medios (las Juntas de Defensa, la Asamblea de Parlamentarios, la huelga general), en el año crítico de 1917, la reforma de un sistema cuyas contradicciones se hicieron demasiado evidentes para todos.[9] Si a este sentimiento de liquidación de un orden político y social le añadimos el hecho de que, en esa época la nación figuraba como la indiscutida coartada ideológica, entonces no debería sorprendernos que la política nacional fuera la esfera de acción en que se desarrolló la lucha por los diferentes significados del conflicto europeo.[10]
De esta suerte, tomaron partido por los aliados las élites sociales comprometidas con la crítica de la Restauración y la voluntad de emancipación respecto del clericalismo, la oligarquía y el caciquismo propios del régimen.[11] Lo hicieron en nombre de la civilización y el derecho, la libertad y la democracia, el progreso y el europeísmo. Aunque las posiciones variaron con el curso de la guerra, se puede afirmar que al principio de la misma las élites españolas eran mayoritariamente germanófilas o neutrales, quedando los aliadófilos en franca minoría. Pero a diferencia de lo que ocurría en el resto de la península, en Cataluña había una clara mayoría de aliadófilos.[12] Eran aliadófilos también los políticos republicanos y radicales, así como la gran mayoría de los intelectuales. Por citar sólo a los más destacados, Benito Pérez Galdós, Ramón del Valle-Inclán, Miguel de Unamuno, Vicente Blasco Ibáñez, Azorín, Rafael Altamira, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Josep Carner, Enrique Díez-Canedo y Ramiro de Maeztu fueron señalados aliadófilos. De la presencia de Maeztu en el bando aliadófilo ya se deduce que los aliadófilos de 1914 no fueron necesariamente los republicanos de 1936. Sí que lo fue, sin embargo, Manuel Azaña (1880-1940), aliadófilo en 1914 y republicano consecuente en 1936 y en 1939, hasta el extremo de pagarlo con el destierro, la enfermedad y, de últimas, la vida.
La posición de Azaña destaca entre los aliadófilos tanto por su claridad como por la vehemencia de sus razones. Si hay una constante en las múltiples intervenciones de Azaña sobre la guerra es su esfuerzo por pensar apasionadamente la dimensión moral de la misma y por justificar sus convicciones políticas ante la conciencia del público y, sobre todo, la suya propia. Ello no quiere decir que Azaña, en el proceso de justificar su adhesión a la causa francesa, no empiece a dotar de sentido al enemigo, al germanófilo. La diferencia respecto de la posición de Salaverría, como veremos, reside en que la identificación del enemigo es en Azaña una identificación razonada, orientada por un vivo sentido de la justicia, y abierta en todo momento al reconocimiento del Otro.
Después de pasar el curso académico de 1911-1912 becado en París por la Junta de Ampliación de Estudios, Azaña es invitado por el gobierno francés, junto a muchos otros intelectuales españoles, a visitar los frentes de guerra en el otoño de 1916. De su visita a la Francia en guerra, Azaña dejó testimonio en el artículo “Nuestra misión en Francia”, publicado en el Bulletin Hispanique en 1917, en la conferencia “Reims y Verdún”, pronunciada en el Ateneo de Madrid el 25 de enero de 1917, y en “Los motivos de la germanofilia”, conferencia también leída en el Ateneo el 25 de mayo del mismo año.[13] Destacaré particularmente esta última conferencia ya que allí se desarrolla la posición política de Azaña y se plantea una peculiar visión del enemigo ―aunque más bien cabría decir del adversario― germanófilo. Como apunta Juan Marichal, esta conferencia de Azaña “debe ser considerada como su primera ‘oración’ política en la capital española” y, en esa misma medida, “trasciende, evidentemente, los temas y la tonalidad de la propaganda aliadófila” (lxxvii). Prosiguiendo aquí con la observación de Marichal, si “Los motivos de la germanofilia” es un texto con una clara intención propagandística, aunque, a la vez, logra trascender las exigencias retóricas del género, entonces, la reflexión de Azaña sobre los germanófilos españoles no puede fundarse únicamente en las convenciones de la propaganda, donde “el discurso y el razonamiento, la polémica y el debate son substituidos por el grito, el gesto, el símbolo” (Ayala, El problema 223). Con esto quiero decir que si en el texto brillan algunos elementos propagandísticos, se trata de la modalidad de propaganda propia de los tiempos de la Ilustración, es decir, la propaganda firmemente anclada en el racionalismo individualista y que aparece como “manifestación y difusión de la verdad que, una vez descubierta y puesta de relieve, no puede por menos de ser reconocida, acatada y servida” (Ayala, El problema 218). Se trata de un tipo de propaganda que, a pesar de ser el antecedente de las técnicas propagandísticas de la sociedad de masas, se encuentra muy alejada de éstas.
De entrada podemos decir que, retóricamente, “Los motivos de la germanofilia” no impone una verdad elaborada de antemano sobre los germanófilos, sino que ofrece las razones de estos últimos al juicio del público. La diferencia es importante, pues separa claramente la demanda de adhesión incondicionada a un juicio ya constituido de la aspiración a convencer basada en la justicia y los méritos de un argumento. Y Azaña, ante todo, aspira a convencer. De esta forma, el Otro político no es reducido a estereotipo ni, mucho menos, a objeto de una agresión verbal. Si el Otro político es el objeto de algo, lo es de una pedagogía que parte de la constatación de que los españoles, según Azaña, no están moralmente preparados para enfrentar intelectualmente el conflicto europeo: “por incultura, por no tener bastante vivo el afán de hallar la justicia, [el pueblo español] no ha sabido penetrar en el fondo del problema moral planteado por la guerra, donde se ventila el porvenir de nuestra civilización” (142). Esta carencia moral es lo que explica, según Azaña, las dos actitudes dominantes frente a la guerra: la neutralidad y la germanofilia.
Cuando Azaña se dispone a exponer y rebatir las razones de los germanófilos españoles, encabeza su argumento con una salvedad que apela a una forma de pensamiento irreducible a la polaridad amigo-enemigo. Después de aclarar que la dureza de sus opiniones no le impide dejar a salvo “la buena fe y la sinceridad” de los germanófilos, añade un matiz extraordinario para el cargado ambiente intelectual de la época: “respeto a las personas”, nos dice Azaña, “pero ataco implacablemente las ideas que me parecen falsas” (146). Esto equivale a afirmar que ser y sentido no coinciden en el germanófilo, que la condición existencial del germanófilo no depende absolutamente de sus construcciones significativas. Dicho de otra manera, hay en el razonamiento de Azaña un ejercicio de discriminación y de apreciación de los matices que le permite simultáneamente valorar la existencia del germanófilo y combatir sus ideas ―algo que, como veremos, no estará al alcance de Salaverría.
Hecha esta decisiva salvedad, Azaña argumenta que la germanofilia encuentra su razón de ser en el odio a Francia y a Inglaterra, un odio que puede tener causas ideológicas (la aversión a las ideas progresistas francesas) o históricas (la tradicional enemistad entre España, Francia e Inglaterra). La explicitación de las primeras constituye el momento más claro de identificación del enemigo en el discurso de Azaña. El germanófilo queda identificado entonces con “un núcleo de gentes, cada vez más pequeño que viene oponiéndose por sistema a la introducción en nuestro suelo de toda novedad” (147). En tanto representantes de la derecha tradicional y conservadora, estos germanófilos, según Azaña, se oponen por principio “al reinado de la libertad y la tolerancia en nuestro país” (147), un reinado de orígenes inequívocamente franceses y sucesivamente encarnado en los principios de la Enciclopedia, la Revolución, la República, el laicismo, el socialismo y la centralidad de los sindicatos (148). No sería exagerado afirmar, entonces, que estas derechas, simbolizadas en “el hombre de orden de nuestros días, clerical por ‘buen gusto,’ conservador por conveniencia, bien avenido con el Poder y con la paz social que le aseguran el disfrute de sus privilegios” (148), constituyen el enemigo político de Azaña, el tipo de hombre cuyas ideas Azaña ha prometido combatir sin tregua ni cuartel. El punto decisivo de esta identificación, sin embargo, radica en los términos en que es llevada a cabo por Azaña, unos términos que, por su propia estructura, excluyen la generación de una diferencia radical e insalvable entre amigo y enemigo.
Esto queda claro cuando pasamos a examinar las razones históricas de la germanofilia. Según Azaña, los germanófilos que basan su odio a Francia y a Inglaterra en pretéritos enfrentamiento históricos, pecan de anacronismo. Las antiguas discordias, prosigue Azaña, son causas inoperantes en el presente ya que su origen se encuentra en conflictos dinásticos o ambiciones imperialistas inconcebibles en una modernidad regida por el sentimiento patriótico (149-151). Pero aunque las rencillas del pasado tuvieran operatividad en el presente, éstas no constituirían para Azaña un motivo justo para desear la victoria de Alemania. Ello es así porque los valores en juego en la contienda, esto es, la libertad, la tolerancia y el progreso, pertenecen a “una órbita enormemente mayor que nuestros intereses estrictamente nacionales” (152).
Dejando de lado la obvia carga ideológica que hay en la identificación de la causa aliada con los valores de la libertad y la tolerancia, lo que se puede extraer de este argumento es un reconocimiento de la pluralidad y la diversidad de las esferas de acción. Es decir que Azaña puede limitar el sentido de las luchas políticas nacionales (entre España, Francia e Inglaterra) mediante el sentido de la moral (la libertad y la tolerancia) porque, en el fondo, acepta la pluralidad de sentido inherente al mundo: “para nuestra conducta y para la conducta de un pueblo hay motivos de graduación diversa que entran en juego y dominan los unos sobre los otros, según el campo en que nos movemos y según los fines que se nos presentan y los intereses que, en un momento dado, chocan entre sí, y entre los que debemos elegir” (152). Tenemos aquí, en esta explicación sobre la relación entre las diferentes esferas de acción, los fundamentos de una visión de la política radicalmente opuesta al entendimiento teológico de la misma.
Mientras que la teología política, como argumenta Villacañas, se funda en “la aspiración moderna a la colonización monoteísta del mundo, por vía de una esfera de sentido y de una acción sublimada, esencialmente vinculada con la salvación” (130), la política republicana renuncia a toda ansia de salvación y reconoce la finitud y la imperfección del mundo. En otras palabras, lo que Villacañas está defendiendo aquí es que las categorías de la teología política, en particular la concepción del Estado como soberano absoluto que pacifica las luchas entre las diferentes esferas de sentido, se vuelven necesarias cuando la conducta de los hombres está guiada en sus diferentes esferas por las ansias de salvación y por la afirmación absoluta de la verdad de una de estas esferas en detrimento de las otras.[14] Consecuentemente, un reconocimiento de la finitud de las diferentes esferas de acción como el que Azaña defiende al moderar el sentido de la política apelando a la moral, supone un entendimiento de la política que no busca intensificar las diferencias amigo-enemigo, sino desactivarlas. En la medida en que ninguna de las facetas de la vida (la moral, la política, la economía, etc.) tiene la pretensión de erigirse en esfera de salvación y de condena a alguna de las demás esferas como encarnación del mal, la sacralización del poder y del soberano se vuelve innecesaria (Villacañas 144).
Por esta particular concepción de la política, el enemigo en Azaña es un enemigo débil. Como nos lo recuerda el mismo Azaña, Inglaterra era en 1808 la primera enemiga de España, pero rápidamente se convirtió en su amiga, su aliada, cuando la invasión napoleónica puso en juego una causa mayor a las luchas nacionales hispano-británicas, una causa que “no era sólo la causa de la independencia española, con ser tan grande, sino la causa de Europa” (152). Por ello también Azaña afirma la primacía de la política sobre la guerra, siguiendo aquí a Clausewitz sin nombrarlo explícitamente y desmarcándose de la visión schmittiana de la guerra como la excepción que da sentido al orden político.[15] Así la guerra es para Azaña un hecho político “que no deroga ninguno de los principios generales por que se rige la vida de los pueblos” (144). Por ello, finalmente, el enemigo en Azaña no es tanto el principio ontológico que niega la existencia propia como el adversario dialéctico que batir, un participante más en la discusión pública indispensable en toda patria democrática. En definitiva, “Los motivos de la germanofilia” puede leerse como un intento de avivar la discusión pública y, por ende, de construir una comunidad política en la que incluso el germanófilo, el adversario dialéctico, tenga su lugar.[16]
Salaverría y el enemigo absoluto
Un entendimiento radicalmente opuesto de la política es el que encontramos en la obra de uno de los germanófilos más señalados, el escritor vasco José María Salaverría (1873-1940), al que convencionalmente se considera un escritor menor de la Generación del 98. Su militante germanofilia llegó a tal extremo que le valió un lugar en Los bocheros, el libro que el crítico y periodista Luis Antón del Olmet publicó en 1917 sobre los propagandistas españoles de Alemania.[17] Con aviesa intención y dudoso gusto, sugiere Olmet que Salaverría se hizo germanófilo para curarse tanto de su legendario pesimismo como de sus diversas dolencias físicas. “Si José María Salaverría no tuviese unas ingratas hemorroides, sería aliadófilo” (29), sentencia Olmet. En Los bocheros, esa galería de espejos deformantes no menos tendenciosa que los personajes en ella reflejados, aparecen también escritores como Jacinto Benavente y Pío Baroja; políticos como el carlista Juan Vázquez de Mella y el maurista José Calvo Sotelo; y periodistas como Ángel Herrera, director del diario conservador El debate, y Luis López Ballesteros, el cual, después de cesar como director del aliadófilo El Imparcial, empezó a escribir según Olmet “en pro de los bárbaros [teutones]” (88). Finalmente, no podían faltar los militares. Como representantes del ejército, Olmet retrata a Francisco Martín Llorente, que se hizo popular firmando crónicas con el pseudónimo “Armando Guerra”, y a Fernando Weyler, hijo del general Valeriano Weyler, tristemente famoso por la saña con que se empleó en la guerra de Cuba. Si en las filas francófilas abundaban los intelectuales y escritores, en las germanófilas se encontraban gran parte de la corte, los políticos conservadores y carlistas, el clero y la oficialidad del ejército. Para ellos Alemania representaba el orden, la disciplina, la jerarquía social, la religiosidad y la superioridad técnica e industrial.
Al proyectarse sobre la política nacional, la germanofilia de Salaverría genera una visión dualista de la sociedad española que quedaría explícita en La afirmación española, ensayo publicado en 1917, en plena Guerra Mundial, y que divide a los españoles entre los “negadores” y los “afirmadores” entre los “pesimistas” y los “optimistas”. Destacado en Inglaterra, Francia y Alemania como corresponsal de guerra del diario ABC en los años 1914 y 1915 (Caudet 18), Salaverría transforma su mirada de testigo del conflicto europeo en una perspectiva teórica sobre la nación española. Más concretamente, es a partir del miedo y la gloria, las dos sensaciones principales que experimenta al contemplar el continente en guerra, que Salaverría es capaz de proyectar la diferencia amigo-enemigo sobre la sociedad española.
Todo empieza, pues, con el miedo y la gloria tal y como quedaron plasmadas en las crónicas de guerra publicadas en 1916 y recogidas en el volumen Cuadros europeos. En marzo de 1915, en París, Salaverría experimenta el miedo. Allí es testigo de cómo los temibles zeppelines se ciernen sobre la ciudad indefensa como “un terror que bajaba del cielo, un peligro que iba volando”, dejando “la inmensa ciudad a obscuras, con los millones de habitantes que tiemblan agazapados en sus casas, bajo una amenaza voladora contra la cual no es posible defenderse…” (178). Y añade: “¡Noche de intensas emociones, de miedo profundo para mí y de sublimes minutos, roja y temblante como una inolvidable pesadilla” (178). Unos meses más tarde, paseando por las calles de Munich en octubre de 1915, la confianza y la gloria son las emociones dominantes. Allí percibe cómo “una impresión de vida, pero de vida fuerte y confiada, brota del seno de la ciudad” (262); algo parecido sentirá unos días más tarde en las calles de Berlín, al contemplar a un soldado cuadrarse ante su oficial. Bajo este gesto, Salaverría adivina “[l]a obediencia, la fe, el entusiasmo, la aceptación fatal del heroico y bello destino, la promesa de morir y sacrificarse hasta las más altas exigencias del dolor…” (285).
Dos años después, en La afirmación española, Salaverría transfigura estas emociones ―el miedo, la confianza, la gloria― en una nueva perspectiva sobre la nación española. Si, como nos sugiere Salaverría, ponemos “nuestra sensibilidad más aguda al contacto del alma trémula de la Europa actual” (95) y advertimos que, incluso después del fin de las hostilidades armadas, puede persistir “un estado latente de guerra bastante largo” (97), entonces vemos dibujarse un horizonte permanente de confrontación y de peligro existencial que reclama una nueva perspectiva sobre la nación. Frente a esta situación de hostilidad, “para esa zona de peligros que se acerca” Salaverría se pregunta: “¿deberán persistir los intelectuales españoles en su cómoda postura de un estúpido y frívolo sonsonete negativo…?” (98).
En alusión a la Generación del 98 y a su supuesto pesimismo, Salaverría formula la pregunta decisiva sobre la nación desde el peligro extremo y la crisis máxima. En este punto preciso, la metodología de Salaverría no está lejos de la del Schmitt de Teología política, donde se afirma que “en la excepción hace la vida real con su energía saltar la cáscara de una mecánica anquilosada en pura repetición” (27).[18] La excepcionalidad de la Guerra Mundial es lo que permite que La afirmación española se transforme en una inversión axiológica de los ensayos dedicados a analizar el llamado “problema de España”. Al calor de la guerra y en la tensión de la lucha, ensayos clásicos como En torno al casticismo (1905) de Miguel de Unamuno o Hacia otra España (1907) de Ramiro de Maeztu, que proponían una teoría de lo español para explicar la decadencia del país y su atraso respecto de la modernidad europea, parecen haber quedado desfasados. Frente al desengaño y el inconformismo de Unamuno y Maeztu, Salaverría propone un ejercicio de optimismo y una teoría de lo español en lucha para “poder conseguir la fe en la propia personalidad española” (10).
El aspecto crucial del texto, sin embargo, reside en que la conquista de este optimismo español “a lo trágico” (La afirmación 8), un optimismo que surge del miedo y aspira a la gloria, es fuente de una permanente angustia. Decir que la excepcionalidad de la guerra ha tornado obsoletas las representaciones de la identidad nacional vigentes, equivale a afirmar que el intelectual es incapaz de controlar aquello sobre lo que había fundado una parte considerable de su autoridad, la interpretación de la psique colectiva.[19] Sin poder echar mano de los tópicos europeístas sobre la decadencia nacional para interpretar la coyuntura de 1917, el intelectual se encuentra en un estado de desamparo. En el caso de Salaverría esta sensación de desamparo se agudiza todavía más si tenemos en cuenta que él mismo había participado en la construcción de esos tópicos y los había utilizado para categorizar a la sociedad española, para producir su representación de la misma.[20] Por eso, en un pasaje fundamental de La afirmación española, Salaverría hace un ejercicio de sinceridad y nos entrega la estructura profunda de sus ideas, una estructura que, sintomáticamente, vincula desamparo psíquico y desamparo intelectual:
Al contacto del patriotismo de los demás, tan encendido e irritado, me he visto desprendido, disuelto, flotante como una cosa nihilista. Entonces me he abrazado a mi nación. He vuelto a ella y he afirmado en ella mis pies. Le he dado realidad. [. . .] Y me he propuesto, en fin, afirmarme en la realidad española, en sus cualidades positivas y ciertas, puesto que tenía necesidad de afirmarme yo mismo ante el mundo. (135)
Pocos pasajes encarnan mejor el trauma intelectual producido por la Gran Guerra. En este sentido La afirmación española puede leerse, desde su primera hasta su última página, como un intento de conjurar la angustia provocada por la crisis del orden burgués y de sus modelos de integración nacional, una crisis que se venía desarrollando desde finales del siglo xix y que culminaría con la guerra.[21] Ante el miedo generado por la disolución de la simbiosis entre nación y sujeto, Salaverría reacciona proponiendo una vigorosa “afirmación española”, un término que remite tanto a la idea de un sujeto en lucha por establecer su concepto de verdad como a la idea de que dicho establecimiento se hará mediante la imposición de un sentido único y absoluto. Esta afirmación, este peculiar sentido surgido de la angustia, está dirigido “como un gesto hostil, agresivo, contra el desdén extranjero y el instinto suicida de los mismos nacionales” (La afirmación 11). Las consecuencias de esta observación no son menores, puesto que nos permiten entender que la propuesta del optimismo trágico español, el intento de conjurar la angustia mediante la afirmación nacionalista, desembocan necesariamente en la intensificación de las diferencias y en la generación de estereotipos sobre el Otro político, que queda objetivado en tanto generador del “desdén extranjero” o de un “instinto suicida”. Por eso, Salaverría puede reducir la cultura europea a una inagotable y miserable fuente de desprecio por lo español y llegar a afirmar que el europeo “siempre es un enemigo del ser y la tradición de España” (La afirmación 29). La simplificación llevada a cabo al interior de la cultura española contra los “pesimistas”, como veremos, no será ni menos agresiva ni menos paranoica.
Como ha señalado Sander Gilman, en la medida en que la creación de estereotipos excede su función necesaria en la constitución del sujeto, es decir, en la medida en que va más allá de la necesaria distinción entre el yo y el objeto, la estereotipia revela su raíz mitológica y su dimensión patológica (18). Para curarnos de la angustia ante lo que escapa a nuestro control simbólico, prosigue Gilman, “we project that anxiety onto the Other, externalizing our loss of control” (20). De esta forma, “The Other is invested with all of the qualities of the ‘bad’ or the ‘good.’ The ‘bad’ self, with its repressed sadistic impulses, becomes the ‘bad’ Other; the ‘good’ self/object, with its infallible correctness, becomes the anthitesis to the flawed image of the self, the self out of control” (20). Hasta aquí, como venimos diciendo, los estereotipos no son otra cosa que un mecanismo necesario en la constitución del sujeto. Los problemas empiezan, sin embargo, cuando los estereotipos se convierten en la única herramienta disponible para categorizar el mundo. Entonces el sujeto cae en la patología y se vuelve incapaz de apreciar los matices, de distinguir entre lo singular y el estereotipo, y acaba por desarrollar una agresión “toward the real people and objects to which the stereotypical representations correspond” (18).
A la luz de la teoría de Gilman, el maniqueísmo patológico de La afirmación española, su agresiva división de la sociedad entre los “negadores” y los “afirmadores”, entre los “pesimistas” y los “optimistas”, empieza a cobrar un nuevo sentido. Ahora nos damos cuenta de que la necesidad de identificar y de derrotar a los que Salaverría denomina ominosamente “los negadores”, los enemigos íntimos que impiden la salvación nacional, es una necesidad que surge de la angustia provocada por la guerra. En tanto proyección de la dimensión “mala”, pesimista, del yo del propio Salaverría, los negadores quedan claramente identificados en el texto: son los “intelectuales, separatistas y republicanos” (75), tres grupos ideológicos que se distinguieron por su aliadofilia.
En el nuevo esquema afirmativo de Salaverría, los intelectuales, ya sean de izquierdas o derechas, son los responsables de hacer circular los tópicos sobre la decadencia de España que minan el estado de ánimo nacional. “Al calor de esa literatura llorona, doliente y diminutiva, prodúcese una atmósfera favorable a todos los abatimientos. Hay un tono ambiente de debilidad, de rebajamiento, de blandura sentimental, pero un sentimentalismo grosero” (79).[22] En la diatriba de Salaverría contra los intelectuales, la ciencia y el razonamiento crítico son las estrategias de pensamiento denostadas (137). Éstas quedan sustituidas, como bien señala Andreu Navarra, por “una propuesta de intelectual como conspirador que trabaje incansablemente por alcanzar el máximo poder político” (45). Según este modelo, prosigue Navarra, la cultura queda reducida a “un modo de preparar un golpe de Estado redentor” (45).
La construcción del enemigo se prosigue con los llamados separatistas por Salaverría, entre los que destacan los catalanistas porque “el catalanismo tiene un hondo carácter corrosivo, negativo y parásito; por tanto la razón de ser del catalanismo está en el fracaso de España” (82). Y añade: “Si los catalanistas dicen que ellos desean el bien de España, no dicen la verdad, porque al catalanismo le interesa ante todo, fundamentalmente, la disminución de la idea de España” (82). Poco importa que las demandas catalanas, en su momento más álgido en julio de 1917, consistieran en proponer una reforma modernizadora, democrática y federal del Estado para que Catalunya tuviera una mayor autonomía cultural y política, una reforma de claro signo burgués, pero que paradójicamente contaba con el apoyo de republicanos y socialistas (Romero Salvadó, Spain 1914-1918 100-19). En la imaginación paranoica de Salaverría, la angustia provocada por la alteración del orden nacional sólo podía representarse, como en tantas otras ocasiones, mediante el estereotipo del separatismo catalán que busca la ruina de España.
El perfil de los “negadores” queda ultimado con la mención al republicanismo, “otro fuerte elemento negativo y pesimista” (87). Después de reconocer los méritos del republicanismo histórico, Salaverría declara su inadecuación para tiempos de tensión y de lucha: “el cambio de la corona por el gorro frigio es ineficaz actualmente para sostener un estado militante y exasperado de rebeldía” (88). El republicanismo, para Salaverría, sólo será viable si se pone a la altura de los tiempos, acepta el orden legalmente establecido y deja de sembrar, como según él hacía en el pasado, “el odio sistemático en el pueblo hacia toda forma gubernamental, de manera que gobierno y maldad llegaran a ser sinónimos” (91). Como ya ocurrió con los intelectuales y con el movimiento catalanista, la reducción de la complejidad del republicanismo, mediada como está por la creación de estereotipos, es drástica. El objetivo común de estas operaciones no es otro que intensificar las diferencias hasta llegar a la identificación de un enemigo interno, enemigo que se ha construido mediante la simultánea simplificación y absolutización del sentido inherentes a los estereotipos. Por eso, en La afirmación española, la beatería y la banalidad nacionalista ―“Tampoco puede decirse lealmente que las costumbres españolas no sean democráticas, y el carácter español, franco, libre y cordial” (143)― conviven con la aspiración a un sentido absoluto, de profunda raíz teológica: “soy como los grandes místicos”, nos dice Salaverría, “que luchan contra la tentación (el pesimismo), que rebaten dentro de su propia alma al demonio (la pereza, el lugar común, el autodesprecio), y que aspiran a la fe suprema, al Dios indubitable (y éste es el sentido de mi exaltación afirmativa)” (134).
Ya hemos visto cómo la posibilidad de este proceso de construcción y estereotipia del enemigo se encuentra, en parte, en la excepcionalidad de la guerra. Ahora cabe añadir que la guerra figura en el texto también como un ideal, como el horizonte último que da sentido al proceso en su conjunto. En tanto anhelo, nos dice Salaverría, la guerra es la aspiración al “máximo peligro, [a] la voluntad instintiva de vivir y vencer” que acabará por convertirse en uno de “los grandes insufladores de optimismo y vitalidad” (La afirmación 157). Es decir que la guerra, además de ser el trauma que desencadena el proceso de creación del enemigo es también su término ad quem, la ultima ratio del proceso. En este punto, Salaverría se acerca a la ideología conservadora europea de entreguerras y se aleja de Azaña, para quien, como hemos visto, lo originario y decisivo es la política, no la guerra.[23] En el esquema de Salaverría la guerra figura entonces como el horizonte último de una sociedad dividida entre “optimistas” y “pesimistas”, entre “germanófilos” y “aliadófilos”, entre “amigos” y “enemigos”, lo que supone una forma extremadamente pobre de relacionarse con el Otro que Theodor Adorno, en explícita referencia al decisionismo político de Schmitt, ha caracterizado como una regresión “to the behaviour patterns of the child, which either likes things or fears them” (132).
Llegados a este punto, no es difícil proyectar hacia 1936 esta elevación de la nación a un sentido absoluto que acaba generando la diferencia amigo-enemigo, una elevación, conviene recordarlo, surgida de la angustia, expresada con la agresividad que permite la simplificación y guiada por las exigencias de la salvación. Así, no es difícil considerar la violenta condenación de los intelectuales hecha por Salaverría como un antecedente del tristemente célebre “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!” proferido por el general Millán Astray durante un acto académico presidido por Unamuno el 12 de octubre de 1936.[24] Las amenazas y el grito de Millán Astray, como se sabe, surgieron en respuesta a unas palabras de Unamuno que podría haber firmado el mismo Azaña: “Vencer no es convencer y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deje lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición” (Salcedo 409). De la misma manera, no resulta complicado ver que los exabruptos de Salaverría contra el republicanismo o el catalanismo hallan su continuación en las arengas del general Queipo de Llano contra “esa canalla marxista, que no cree en Dios, ni en nuestra Patria, ni en la ley” (Gibson 273) y contra Lluís Companys y sus seguidores, los cuales, “verdaderamente, todos merecían morir degollados, como cerdos” (Gibson 383). En estos dos ejemplos el perfil del enemigo, esbozado en lucha por la salvación nacional al calor de la Gran Guerra, encuentra su forma más perfecta y siniestra durante los comienzos de la Guerra Civil.
Conclusión
Cabe recordar que por encima de aliadófilos y germanófilos, por encima de la polaridad representada por Azaña y Salaverría, trataron de situarse algunos intelectuales españoles como Ortega y d’Ors. Ortega, que se pronunció discretamente sobre el conflicto a favor de un triunfo aliado pero sin dejar por ello de admirar la cultura germánica, fue simultáneamente acusado de ser germanófilo y germanófobo; d’Ors, que públicamente se negó a tomar partido e hizo bandera de su neutralidad siguiendo escrupulosamente las consignas de la Lliga Regionalista, fue repetidamente acusado de ser germanófilo. Más allá de la consistencia o el mérito de las posiciones de cada uno, me interesa destacar el hecho de que ambos justificaron su posición en nombre de lo que podríamos llamar “el privilegio crítico”.[25] Es el privilegio que también ensayaron un aliadófilo como Azaña y un germanófilo como Baroja,[26] pero del cual abdicó, como hemos visto, Salaverría. Entendida kantianamente como “una forma de la verdad reacia tanto a toda idealización, como forma de la salvación, como a toda trivial sublimación, como dominio dogmático sobre la totalidad de la subjetividad” (Villacañas 152), la mirada crítica tal vez constituya el último refugio de la praxis intelectual en una época oscura de violencia generalizada.
La fuerza de la crítica, entendida de esta forma, es la contraparte de los apasionados debates que se desarrollaron entre 1914 y 1918 entre aliadófilos y germanófilos. Sin duda, estos debates están muy lejos de agotar el sentido de la enemistad política tal y como se desarrolló a partir de 1936. Más bien se puede afirmar que empezaron a prepararla, a diseñarla, a dotarla de sentido. Son muchas las mediaciones y contigencias que separan el apasionamiento ideológico de 1914 de la tragedia fratricida de 1936. Entre ellas destacan, en primer lugar, la rebelión militar de julio de 1936 y, en segundo término, el hecho de que la enemistad propia de una Guerra Civil no se despliega únicamente en un plano ideológico. Las rencillas, los agravios acumulados y los ajustes de cuentas, esto es, las hostilidades privadas, constituyen una dimensión ineludible de los conflictos fratricidas (Kalyvas). Descontadas estas salvedades y precauciones, la pertinencia de la elipsis histórica desarrollada en este ensayo reside, en última instancia, en la apreciación de dos formas de entender la política: la republicana, avivada por el deseo de justicia y basada en el reconocimiento de la imperfección del mundo y de la finitud del sentido, lleva a la moderación de las diferencias y trata de reconducir las patologías modernas; la teológica, guiada por el ansia de salvación y la absolutización del sentido, lleva a la intensificación de las diferencias y a la polarización amigo-enemigo. La primera nos permite entrever una política sin trascendencias, mientras la segunda nos lleva directamente a las soluciones de la teología política, que tanto éxito tuvieron durante el primer franquismo como intento de legitimar lo que de ninguna manera podía legitimarse.
Obras citadas
Adorno, Theodor. Minima Moralia: Reflections from Damaged Life. Trans. E.F.N. Jephcott. London: Verso, 1999.
Appadurai, Arjun. Modernity at Large: Cultural Dimensions of Globalization. Minneapolis: U of Minnesota P, 1996.
Araquistáin, Luis. “Cordialidad imposible”. La Gaceta Literaria 3.64 (1929): 1.
At War. Barcelona: Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, 2004.
Ayala, Francisco. La cabeza del cordero. Madrid: Alianza, 1998.
---. El problema del liberalismo. San Juan de Puerto Rico: Ediciones La Torre, 1963.
Azaña, Manuel. Obras completas. Ed. Juan Marichal. Vol. 1. México: Oasis, 1966.
Baroja, Pío. Momentum Catastrophicum. Madrid: Caro Raggio, 1919.
---. Nuevo tablado de Arlequín. Madrid: Caro Raggio, 1917.
Benjamin, Walter. The Origin of German Tragic Drama. Trans. John Osborne. London: Verso, 1998.
---. “The Storyteller: Reflections on the Work of Nikolai Leskov”. Trans. Harry Zohn. Illuminations. Ed. Hannah Arendt. New York: Schocken Books, 1969. 83-109.
Caudet, Francisco. Vida y obra de José María Salaverría. Madrid: CSIC, 1972.
Clausewitz, Carl Von. On War. Trans. Michael Howard and Peter Paret. Princeton: Princeton UP, 1984.
Gibson, Ian, y Gonzalo Queipo de Llano. Queipo de Llano: Sevilla, verano de 1936 (con las charlas radiofónicas completas). Barcelona: Grijalbo, 1986.
Gilman, Sander. Difference and Pathology: Stereotypes of Sexuality, Race, and Madness. Ithaca: Cornell UP, 1985.
Jay, Martin. “Walter Benjamin, Remembrance and the First World War”. Benjamin Studien/Studies 1.1 (2002): 185-208.
Juliá, Santos. Historias de las dos Españas. Madrid: Taurus, 2004.
Jünger, Ernst. Storm of Steel. Trans. Michael Hofmann. New York: Penguin, 2003.
Kalyvas, Stathis N. “The Ontology of ‘Political Violence’: Action and Identity in Civil Wars”. Perspectives on Politics 1.3 (2003): 475-94.
Mainer, José-Carlos. “Una frustración histórica: la aliadofilia de los intelectuales”. Literatura y pequeña burguesía en España (Notas 1890-1950). Madrid: EDICUSA, 1972. 141-64.
---. “La vida cultural (1931-1939)”. Historia de España. Ed. José María Jover Zamora. Vol. XL. Madrid: Espasa Calpe, 2004. 445-517.
Marichal, Juan. “La vocación de Manuel Azaña (1880-1930)”. Obras completas. Manuel Azaña. Vol. 1. México: Oasis, 1966. XIII-CIX.
Meaker, Gerald H. “A Civil War of Words: The Ideological Impact of the First World War on Spain, 1914-18”. Neutral Europe between War and Revolution, 1917-23. Ed. Hans A. Schmitt. Charlottesville: UP of Virginia, 1988. 1-65.
Mouffe, Chantal, ed. The Challenge of Carl Schmitt. London: Verso, 1999.
Murgades, Josep. “Estudi introductori”. Lletres a Tina. Eugeni d’Ors. Barcelona: Quaderns Crema, 1993. ix-xcii.
Navarra, Andreu. “Un programa político antieuropeísta: La afirmación española de José María Salaverría”. Sancho el Sabio 24 (2006): 35-56.
Olmet, Luis Antón del. Los bocheros (la propaganda teutona en España). Madrid: Imprenta de Juan Pueyo, s.f.
Ors, Eugeni. Lletres a Tina. Barcelona: Quaderns Crema, 1993.
Ortega y Gasset, José. Obras completas. Vol. 1 (1902-1915). Madrid Taurus, 2005.
Romero Salvadó, Francisco J. Spain 1914-1918: Between War and Revolution. London: Routledge, 1999.
---. The Spanish Civil War: Origins, Course and Outcomes. Basingstoke, Eng.: Palgrave Macmillan, 2005.
Salcedo, Emilio. Vida de don Miguel. Salamanca: Anaya, 1964.
Schmitt, Carl. The Concept of the Political. Trans. George Schwab. Chicago: U of Chicago P, 1996.
---. “El proceso de neutralización de la cultura”. Revista de Occidente 80 (1930): 199-221.
---. Teología política: cuatro ensayos sobre la soberanía. Trans. Francisco Javier Conde. Buenos Aires: Struhart, 1998.
Unamuno, Miguel de. Artículos olvidados sobre España y la Primera Guerra Mundial. Ed. Christopher Cobb. London: Tamesis, 1976.
Villacañas, José Luis. “Crítica de la teología política”. Los filósofos y la política. Comp. Manuel Cruz. México: Fondo de Cultura Económica, 1999. 117-60.
Notas
[1]Las tensiones económicas (crisis mundial del capitalismo, crisis financiera del estado) y políticas (resistencia a la II República tanto por parte de las élites tradicionales y la patronal como por parte de comunistas y anarcosindicalistas) quedan bien explicadas por Romero Salvadó en The Spanish Civil War 27-59. En términos culturales, podemos recordar la amarga constatación de Luis Araquistáin en 1929: “la república literaria ―me refiero principalmente a la de Madrid― vive en perenne anarquía, por no decir en constante estado de guerra” (1). Mainer ofrece un documentado relato de las tensiones culturales durante la República y la Guerra Civil en “La vida cultural (1931-1939)”.
[2] La cabeza del cordero se publicó por primera vez en Buenos Aires en 1949 y la narración que destacaré, “El tajo”, apareció por primera vez en 1948 en la revista Sur.
[3] En un conocido pasaje de “The Storyteller”, Benjamin escribe: “With the [First] World War a process began to become apparent which has not halted since then. Was it not noticeable at the end of the war that men returned from the battlefield grown silent―not richer, but poorer in communicable experience?” (84). Martin Jay ofrece interesantes observaciones sobre la importancia de la Gran Guerra para Benjamin, tanto a nivel personal como intelectual en “Walter Benjamin, Remembrance and the First World War”.
[4] Para una perspectiva antropológica sobre estos temas, véase At War 43-54.
[5] Es importante precisar que, para Unamuno, la expresión “guerra civil” equivale a “revolución” y a “lucha” en nombre de la justicia y la verdad. Un ejemplo de guerra civil, y una guerra civil ejemplar, fue para Unamuno el “affaire Dreyfus” en Francia. Véase “Más de la guerra civil” en Artículos olvidados 49-52.
[6] Un aspecto fundamental del texto es que fue escrito por un soldado con la intención de que fuera leído por otros soldados. Para una somera historia del texto y biografía de su autor, véase On War 3-25.
[7] Citar hoy a Schmitt, cuando su nombre parece estar en boca de todos, exige aclarar la forma en que se lo cita. No niego que desde una posición de izquierdas se pueda establecer un diálogo con Schmitt para pensar una salida a nuestro presente neoliberal (véase el volumen editado por Mouffe), pero en cualquier caso ha de ser un diálogo crítico, basado en una distancia que para mí queda ejemplificada en el pensamiento de Villacañas.
[8] Sin duda la elección de Azaña y Salaverría es algo arbitraria, pues son muchísimos los autores españoles que escribieron sobre la Gran Guerra. La obra de Díaz-Plaja, Francófilos y germanófilos constituye un excelente punto de entrada a esa vasta bibliografía.
[9] Aquí destaco, con demasiada brevedad, algunos de los elementos desarrollados extensamente por Romero Salvadó en Spain 1914-1918, para mí el relato más completo de estos convulsos años.
[10] Además de tener una importante dimensión política y nacionalista, la polémica fue crucial para la toma de conciencia de los intelectuales como grupo, según argumenta Mainer en “Una frustración histórica: la aliadofilia de los intelectuales”.
[11] George Meaker señala que la polémica entre aliadófilos y germanófilos fue un fenómeno circunscrito a las élites urbanas (6-7) y desarrollado a través de los periódicos que a menudo recibían apoyo financiero de uno de los bandos (8-9). El artículo de Meaker es la mejor síntesis del conflicto ideológico que dividió a las élites españolas de la época. En la descripción general de las posiciones de germanófilos y aliadófilos, mi trabajo acusa importantes deudas con la síntesis de Meaker.
[12] Esta clara mayoría francófila se explica tanto por la proximidad geográfica a Francia como por los fuertes vínculos culturales entre los dos países. La excepción, sin duda significativa, la constituyeron los principales dirigentes de la Lliga Regionalista, Francesc Cambó y Enric Prat de la Riba, quienes por intereses políticos y económicos mantuvieron la neutralidad. Sobre la situación en Catalunya, véase Díaz Plaja 75-87; Murgades.
[13] Como señala Marichal, “de 1912 a 1930 casi todos los escritos publicados por Manuel Azaña versan sobre Francia” (lviii). Azaña también elaboró la experiencia de la Gran Guerra en otros artículos publicados en El Liberal y El Imparcial recogidos en las Obras Completas 158-172. Desconozco si las recientes Obras Completas de Azaña publicadas bajo la dirección de Santos Juliá, a las que no he tenido acceso, recogen algún otro artículo sobre el tema.
[14] El intertexto de la crítica de Villacañas a la teología política es la conferencia que Carl Schmitt pronunció en Barcelona en octubre de 1929, la cual figura en la bibliografía. Allí Schmitt retoma la teoría de las esferas de acción de Max Weber y presenta una teoría de la Modernidad como lucha entre las diferentes esferas de acción.
[15] Me refiero aquí a la muy citada opinión de Clausewitz: “War is simply a continuation of political intercourse, with the addition of other means” (605).
[16] Como afirma el propio Azaña: “La patria, que es una libertad, es también una conquista de pueblos libres” y “En la democracia, los intereses y aspiraciones nacionales se dilucidan por la discusión pública” (150).
[17] El libro de Olmet es interesante por ser sintomático de los cambios de chaqueta que se produjeron durante la guerra. Luis Antón del Olmet fue neutralista al principio de la guerra (lo que algunos aliadófilos considerarían como un germanófilo encubierto), pero en 1917 llegó a pedir la intervención de España al lado de los aliados.
[18] Con ello no quiero implicar una identidad ideológica entre Salaverría y Schmitt más allá de señalar el común pathos conservador y revolucionario que anima sus textos. Por otra parte, esta propensión a pensar a partir de un momento de crisis no es incompatible con el pensamiento de izquierdas. De hecho, el momento extremo es la perspectiva metodológica adoptada por Walter Benjamin en The Origin of German Tragic Drama, donde se cita explícitamente al Schmitt de la Teología política (65).
[19] Sobre la importancia de los relatos de la nación decadente para el surgimiento del intelectual moderno, véase Juliá 59-102.
[20] El propio Salaverría, en La afirmación española, se representa a sí mismo como un converso, como alguien que se arrepintió de su pasado “pesimista”, cuando recibió la iluminación de “la llama de la verdad patriótica” (76). Luis Antón del Olmet, que conocía el pasado “pesimista” de Salaverría, no dejó de recordárselo: “Salaverría fué un pesimista atroz” (27).
[21] Eugeni d’Ors, siempre atento a “les palpitacions del temps”, supo ver bien esta dimensión de la guerra como fin de un orden caduco y promesa de otro nuevo, en una de sus cartas a Tina: “L’endemà d’aquesta guerra es dirà victòria de la Vida Simple. L’endemà d’aquesta guerra es dirà Classicisme restaurat. L’endemà d’aquesta guerra es dirà Estat rediviu, en son ple sentit religiós. L’endemà d’aquesta guerra es dirà Socialisme” (68-69).
[22] De forma sintomática, Salaverría asocia el tono de esta literatura despreciable, que “no es un tono estoico, a la española, ni un tono ascético, de índole cristiana” a “un tono judaico, como el que puede privar en los ghettos de Varsovia, Francfort o Nueva York” (79). Con ello se confirma lo que Gilman denomina “the interrelationship of images of difference” (35): lo “intelectual” y lo “judío” son categorías intercambiables en la medida en que Salaverría utiliza la “debilidad” y la “pasividad” que los mitos antisemitas atribuyen a los judíos para definir la diferencia encarnada en los intelectuales. No hace falta hacer explícitas las consecuencias catastróficas que la siniestra asociación de lo intelectual y lo judío tuvo unos años más tarde.
[23] Esta fascinación con la experiencia de la guerra, entendida como una aventura portadora de sentido, se encuentra en uno de los grandes libros sobre la Primera Guerra Mundial, Tormentas de acero (1920) de Ernst Jünger. Al llegar a las trincheras de la Champaña, Jünger deja constancia de la exaltación que tanto en él como en sus compañeros provocaba la idea de la guerra: “We were enraptured by war. We had set out in a rain of flowers, in a drunken atmosphere of blood and roses. Surely the war had to supply us with what we wanted; the great, the overwhelming, the hallowed experience” (5).
[24] Véase Salcedo 407-411. En su relato de los hechos, Salcedo llega a sugerir que la intervención de Carmen Polo de Franco salvó la integridad física y acaso la vida de Unamuno.
[25] Sobre la posición de Ortega, véase el artículo ya citado “Una manera de pensar” en Obras completas 906-913; para la posición de d’Ors, véase Lletres a Tina y la introducción de Josep Murgades al texto.
[26] La mirada crítica de Baroja aparece en Nuevo tablado de Arlequín 223-240 y en Momentum Catastrophicum 73-90.